Un centurión es como un capitán del ejército, a cargo de un escuadrón de 100 soldados. Eran despiadados con sus esclavos y odiaban tener que gobernar al pueblo judío.
Sin embargo, aquí tenemos un centurión fuera de lo común. Amaba y quería cuidar de su esclavo a punto de morir; como era millonario construyó una sinagoga completa para los judíos de su ciudad (¡era muchísimo dinero!); era muy apreciado por los judíos a pesar de su etnia, un gentil abominable según la ley de Moisés.
También era muy humilde, le rogó a Jesús que viniese a sanar a su siervo, cuando ellos sólo daban órdenes y los mandaban a buscar por la fuerza si fuere necesario.
Pero lo que más le llamó la atención a Jesús fue la inocencia con la que el centurión explicó su fe. Nadie más en las escrituras buscó un punto de contacto con Jesús diciendo que eran iguales o parecidos en algún sentido, como lo hizo él.
Le dijo: "Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; solo di la palabra y mi criado quedará sano. Porque yo también soy hombre bajo autoridad, con soldados a mis órdenes; y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace..."
Jesús se maravilló, tanto que le dijo a la gente que le seguía: "Les digo que ni aún en Israel he hallado tanta fe". La simpleza de la fe del centurión humillaba el orgullo de los escribas y la arrogancia de los eruditos de la ley.
Tal vez, Dios el Padre, viendo la gran tristeza que le generaba a Jesús la dureza de corazón en su propio pueblo, quiso animarlo con la fé pura y simple de un hombre que se dirigió al Creador del universo con el argumento de un niño.
¡Jesús lo amó, y sanó a su siervo!